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La Revolución de 1917

  • Francisco Puente Izurieta
  • 25 oct 2017
  • 3 Min. de lectura

Hace cien años se emprendió en Rusia el proyecto Comunista que pondría fin al sistema monárquico de gobierno, desgastado por su participación en la II Guerra Mundial, y deslegitimado por su incapacidad de encaminar la industrialización de su economía. Con él, se estructuraría una forma de gobierno sustentada en el pensamiento Marxista y, por tanto, constituiría una alternativa real al sistema político burgués liberal preconizado por el pensamiento idealista alemán y llevado a cabo por las burguesías socialdemócratas.


El marxismo denuncia al Estado burgués liberal por ser una estructura de instituciones políticas funcionales a los intereses de una clase social que no produce, sino que explota a las masas obreras y campesinas. Por ello concebía que el terreno más fértil para un proceso revolucionario fuera aquel en el que las contradicciones de clase, esto es, sus tensiones irresolubles de intereses, desborden las instituciones del Estado burgués, y sea el proletariado el que se encargue de su dirección para su posterior abolición.


Por ello casi todos los revolucionarios marxistas creían que la revolución proletaria era prematura en un país económicamente atrasado y rural. De hecho, ese fue precisamente el punto de discusión central entre los partidos políticos de su tiempo, definiendo con ello los alcances y características del proceso revolucionario democrático. Para la socialdemocracia, Rusia solo estaba preparada para una revolución burguesa, ya que el proletariado era demasiado débil y muy reducido. La revolución debía limitarse primeramente a las tareas que el análisis marxista asignaba a la revolución burguesa, cumplidas por la Revolución Francesa en 1789: el fin del feudalismo y la reforma agraria.


En este contexto, el pensamiento leninista comprendió la necesidad de la alianza de trabajadores (bolcheviques) y campesinos para la toma del poder como partido de vanguardia, constituyéndose en una fuerza a la cual la socialdemocracia y la burguesía requería como motor insurreccional en contra del Zar. La burguesía no era capaz, en los países recientemente industrializados, de asumir el papel revolucionario que ya había desempeñado en el pasado; esto se evidenciaba en la incapacidad del Gobierno Provisional, administrado por la socialdemocracia liberal y los mencheviques, a cumplir el programa obrero: la reforma agraria, el control obrero sobre las fábricas y la transición inmediata a una república de sóviets.


En la revolución de octubre, los bolcheviques derrocaron al gobierno provisional burgués, estructurando una forma de gobierno sustentada en la participación organizada comités obrero-campesinos (soviets), que cubrieron en una semana la totalidad del país[1]. El gobierno proletario impuso medidas como la abolición de la pena de muerte, la nacionalización de los bancos, el control obrero sobre la producción, la creación de una milicia obrera, la soberanía e igualdad de todos los pueblos de Rusia, su derecho de autodeterminación, incluida la separación política y el establecimiento de un estado nacional independiente, ​ la supres

ión de cualquier privilegio de carácter nacional o religioso, etc.


Al tomar el poder en Petrogrado, Lenin y Trotski no tenían intención de construir el socialismo solo en Rusia, sino que esperaban que sea la primera victoria obrera de una serie de revoluciones en los países industrializados de Europa —la llamada revolución mundial— que permitiría a la revolución sobrevivir. Esa fue la razón principal por la que en la denominación del nuevo estado que se crearía en 1922, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, por primera vez en la historia, no figuraría el nombre de Rusia[2].


Estos aspectos posicionaron a la experiencia soviética de una revolución democrática como la expresión de una estructuración política del Estado y del gobierno sustentada en el ideal marxista de la dictadura del proletariado, guiando con ello el accionar revolucionario mundial y convirtiendo a la URSS en legítimo contradictor del imperialismo capitalista durante los siguientes ochenta años.

[1] Los sóviets eran unas asociaciones donde los trabajadores acudían a discutir sobre la situación y al mismo tiempo un órgano de gobierno. Más allá de las expectativas inmediatas, lo que dominaba era el rechazo a toda forma de autoridad, lo que permitió a Lenin hablar de la Rusia de aquellos meses como «el país más libre del mundo».

[2] Trotski dijo en el 2º Congreso de los Sóviets que aprobó la revolución: «O bien la Revolución rusa aumentará el torbellino de la lucha en Occidente, o los capitalistas de todos los países asfixiarán nuestra revolución».


 
 
 

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